Dos elementos constitutivos de la naturaleza humana aparecen como constantes invariables en la organización de las sociedades primitivas, en el naciemiento de las consiguientes culturas que le darán una identidad diferenciada y en las cosmologías o rituales que surgen sin excepciones como primer paso de estas culturas en elavoración: la angustia implícita en la condición de individuo, que tiende a diluir su solitario ser en la comunidad, y - como corolario iseparable y casi inmediato de esa angutia - el inconfesado pero omnipresente miedo a la libertad.
Estamos solos, ignoramos por qué estamos vivos y, sobre todo, hasta cuando seguiremos estandolo. La única certeza, que no solo no alivia sino que agrava esa inseguridad y ese pavor, es que tarde o temprano vamos a morir, que solo hemos nacido para la muerte que se quedará con todo.
De este terror ancestral brotaron las dos convicciones fundacionales del hecho social: si los demás comparten mi suerte y mi destino, si yo no soy solo yo sino también los otros, la angustia se relaja y se delega, si no soy libre, si Otro (en este caso ya no humano) pone los límites y decide por mi, el miedo se hace soportable. Así surgieron los primeros rituales de la magia simpática y las religiones aministas. Todas las culturas creían en ese Ser que los ayudaba con su miserable vida.
¿Y el Diablo donde estaba?
Estuvo siempre allí, como una espina indispensable en la existencia de una rosa, como un crepúsculo mediativo tras la jornada de labor.
21 de septiembre de 2007
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